LETRAS







Lluvia Tardía


El viento rompía cada hoja de los árboles que habían logrado sobrevivir aquella terrible sequía, el suelo ácido roto como un espejo que ha caído al piso, y sus pedazos se esparcen por todos lados. El sol intenso sobre aquel valle, llenaba de una soledad interminable hacia cualquier lado que uno observara; pastizales de color ceniza y polvo abundante, rastros de lo que iba a ser una gran cosecha quedaban como mudos testigos de aquella desolación. Muchos habían dejado aquel valle, otrora un paraíso, por su verdor y la multicromática producción de frutas, vegetales, verduras y bellísimas flores; con pájaros revoloteando de un lado a otro, niños correteando y jugando si perder la sonrisa, mujeres entusiasmadas con sus labores, casi ancestrales, con la alegría que llena el corazón cuando se tiene confianza en el porvenir.
E n un período tan breve, como lo es un verano, que ya parece un siglo que se extendió, quitando la alegre lluvia pinta de verde todo el valle; parece una eternidad.
La risa desapareció de la boca de nuestros niños y la sonrisa de los ancianos y el optimismo de los adultos, todas estas cosas que eran cotidianas, se volvieron en una queja indecible; que solo se palpa al ver los ojos, llenos de interrogantes sobre lo que vendrá y aquellas, ya anecdóticas, preguntas ¿Porqué a nosotros? ¿Qué hicimos para merecer esto?
Estephanía, mujer hija y madre; en su rancho a la orilla del camino, observaba como una familia más  se mudaba hacia la ciudad, creyendo que las cosas serían mejor, por que en el valle la desolación parece infinita y eterna.
Una mueca en su boca; expresaron la despedida de aquellas personas, que hoy parecen extrañas. Dando la espalda a aquel árido camino que pasa por el patio, en los conacastes y carretas que parecen apariciones de una película de horror. Llega a su rancho con piso de tierra y un solo cuarto, que se divide en cocina, comedor y dormitorio a la vez; las hamacas son una buena forma de contar la población que habita en este rancho. Tres perros echados en el interior  del rancho, soportan el calor abrazador de este verano interminable; al igual que los hijos de Estephanía, están desnutridos y parecen un saco con huesos.
La soledad se percibe dentro de aquel rancho, igualmente se experimenta  dolor con un ligero sabor a conformidad debido a la muerte de la última hija que le dejó el invierno pasado; esta murió en silencio un día  de mucho calor, donde solo el viento norte levantaba polvo en los terrenos áridos y sin sembrados que rodean al pequeño caserío. Solo la familia fue al entierro, se celebró a prisa en el cementerio comunitario que ni el mejor director de cine hubiese podido captar en sus tétricas imágenes.
Con sus pasos cansinos, más por su tristeza que por fatiga, Estephanía se acerca al rincón que sirve de cocina, con movimientos mecánicos, casi instintivos, busca la olla donde los infaltables frijoles, hoy parecen una reliquia o manjar, desde que decidió racionar las cantidades de aquella mezcla, que sus retoños han estado devorando durante esta sequía.
Lo que abunda en esta ocasión es la leña, porque parece que los cielos se han cristalizado e impedido que la tan ansiada y fresca agua llegara a esta perdida y ahora olvidada región




Desde un rincón del rancho la voz serena pero firme de Griselda, la abuela y hasta cierto punto un símbolo de estabilidad en aquella desesperante situación se deja oír, deja de llorar las cosas irán mejor, ya verás. Su voz infundía aliento, quizás porque durante más de seis décadas había sobrevivido a miles de situaciones parecidas o peores a esta. La abuela nació  en el umbral del siglo y a mediana edad perdió la vista, victima de "cataratas" decía, aunque todos sabíamos que los años de cargar aquella pesada masa caliente de carne de cerdo que llevaba al mercado todas las mañanas eran las responsables de su ceguera, junto a esto la vida le llenó de trabajos y desafíos para poder criar sus nueve hijos, de los que ahora sólo una nieta y cinco bisnietos quedan a su alrededor.

Las lágrimas caían por las mejías agrietadas por las arrugas de Estephanía; arrugas productos del dolor más que de la edad. En sonidos pausados respondió: Si abuela, sé que Dios nos ayudará. Pero nada podía aquietar la preocupación por la comida de mañana, cuando nada quede en aquella olla ahumada por la hornilla de signos precolombinos. Afuera los niños jugaban, ajenos al dolor y preocupación que llenaba el corazón de su madre. Creo, que sólo Andrés, el mayor de los hijos de Estephanía lograba descifrar algunas señales de lo que se cernía sobre aquella familia. Andrés fue el fruto del amor furtivo y febril que sorprendió a Estephanía cuando era una jovenzuela. El pelo largo de aquel joven que apareció por el pueblo junto con las ideas de "revolución" que los tíos de ella habían oído en la hacienda, cuando cortaban algodón. En las tardes, cuando se pesaba el algodón  recogido durante todo el día, robándole a aquellos huesudos parrales, que no dejaban ir ilesos a esos campesinos que buscaban el sustento; siempre había cicatrices sobre aquellas encallecidas manos.

En esa tarde habían oído hablar sobre la reforma agraria, la explotación y otras charlas sobre los derechos del proletariado y campesinos sin tierras; el orador no era otro más, que aquel joven al que llamaban "el universitario" que llegó junto con el período de recolección del algodón, hablaba de "organización" y "luchas reivindicativas" de eso poco entendían en el cantón, pero admiraban al joven capaz de desafiar al  "patrón".
Ella lo conoció en el riachuelo  cercano al cantón donde salían todas las jóvenes para hacer sus tareas; allí sin ningún aviso apareció su primera ilusión romántica, que meses más tarde tendría rostro y nombre. ¿Qué haces?  preguntó aquel joven que ya se encontraba en el río cuando ella llegó. Con admiración por estar frente al “muchacho” que había aparecido en aquel cantón olvidado y era ella el objeto de su pregunta; casi sin abrir la boca respondió en forma tímida: lavo los platos ¿qué no ve? Así comenzó su aventura amorosa que duró solo un mes, después  de prometerle regresar lo más pronto posible, ya que tenía que arreglar algunas cosas del movimiento personalmente. “El universitario” desapareció del cantón  y de su vida, tras él, sólo quedaba el dolor, la soledad y algunos síntomas en su cuerpo que achacaba a la comida; poco tiempo después su barriga empezó a crecer y también su vergüenza.

Sin saber explicar, ella entendía que su vida no sería igual, que él no regresaría y que debía   defender lo que le quedaba de su amor;  cuando Andrés nació Estephanía contaba sólo con 16 años. Su abuela fue la única que no le encaró su situación, todos sus tíos le decían que era una cualquiera, que se fuera y que nunca volviera;  déjenla en paz, les gritaba. Ella miraba en su nieta lo que los demás no miraban “una victima”.

Comenzó a trabajar en la hacienda, hacía tortillas, lavaba, planchaba y soportaba el acoso de los hijos del patrón y de éste mismo. Pensaba en su interior que no valía nada, pero al regresar cada noche a su rancho y encontrar a su hijo, descalzo y careto, una fuerza y deseo de salir adelante le llenaba cada fibra de su ser. Cuando Andrés cumplió 2 años y después de defenderse ante los acosos interminables de los patrones, decidió dejar el cantón. Cogió a su hijo y en una caja cargó sus únicas pertenencias partió hacia la ciudad. En sus sueños se miraba encontrando a su amor y viviendo felices en aquella  ciudad. Sólo 25 pesos eran sus recursos financieros y así de madrugada se despidió de su abuela y salió esperando que la Providencia le sonriera.





El canto de los gallos se acrecentaban anunciando la aurora y con ésta el nuevo día, aún era bastante obscuro cuando cargando a su pequeñuelo dormido en sus brazos y haciendo malabares con aquella caja, miraba las estrellas en el horizonte y transitaba con una sonrisa a la brisa, creyendo que alejándose de aquel lugar las cosas mejorarían. “ya verás hijito, como todo cambiará” “tu papa nos espera” y frases parecidas que su hijo no escuchaba y mucho menos entendía.  
Después de caminar por cuarenta minutos llegó a la carretera, la alegría de alejarse y la ilusión de encontrarlo, le quitaban todo dolor de su cuerpo y le renovaba de energía. Aún era obscuro cuando a lo lejos se escuchaba el motor del único bus que iba a la ciudad, uniendo aquel poblado olvidado con la civilización. Con mucha determinación se abrió paso entre los demás pasajeros y colocó su caja en “la paquetera” y se acomodó a Andrés que se había despertado por todos los periplos que su madre había hecho para hacerse de un lugar en aquella vieja camioneta. No hubo ni la más mínima muestra de cortesía de nadie hacia aquella joven, no había caballerosidad para nadie y  nadie cedería el asiento ya que el viaje resultaba bastante largo.
Después de pasar por un número indeterminado de pueblos  Estephanía se mantenía en pie dentro de aquel bus, experimentando un fuerte dolor en cada fibra de su cuerpo ya que no sólo iba de pie, sino también cargaba a su pequeño. El sol había salido sin ella darse cuenta ya que sus pensamientos estaban en él. Ya eran las ocho de las mañana cuando se bajó de aquel armatoste, con dolor  y mucha hambre y el llanto de su hijo que reclamaba comida. Llevó su caja hasta una acera donde se encontraba una señora vendiendo atol, preguntó por el precio, “peseta” respondió la señora que parecía de aquellas indígenas de los calendarios que regalaban las tiendas en navidad.
A ambos le pareció lo más suculento que habían nunca comido, el ruido de un carro le asustó y le recordó del lugar donde se encontraba.   Sin conocer a nadie ni la ciudad, empezó su expedición en aquella enorme ciudad que le resultaba muy bulliciosa y agitada. Nadie prestaba atención a nadie, coches iban y regresaban de un lugar a otro. Se mantuvo caminando  toda aquella mañana  y preguntaba a los que lograba detener de sus destinos por Marcelo; ese era el nombre de su amor e ilusión. Pronto se dio cuenta que no estaba en su cantón, donde todos se conocían y se resultaban familiares, aquí era diferente, nadie conocía a nadie. El hambre del mediodía le hizo detenerse y pensar en ella y su muchachito; compró una peseta de tortillas y una peseta de requesón que vendían en una hoja de huerta. Sentándose a la sombra de un almendro de río decidieron saciar su hambre, en un breve tiempo no había nada y contó su capital que había descendido a  veintidós pesos.
Eran ya las cuatro de la tarde cuando todo parecía detenerse en la ciudad y la gente caminaba más lento y el ruido aminoraba, se había alejado del centro en su búsqueda y comenzó a pensar cómo haría cuando llegara la noche, su hijito había chillado casi todo el día pidiendo ver  a su abuela, aquella ciudad ajena le parecía al pequeño una amenaza que a esta hora su madre empezaba a descubrir. Sin dar aviso el sol se ocultó tras aquellos cerros distantes  y los pájaros se preparaban para dormir, sin antes dar su concierto de cantos bulliciosos.  Identificó los pericos y los zanates al mismo tiempo el miedo la apresó cuando  todo estaba obscuro y no conocía nada de donde se encontraba. Igual que por la mañana un poco de atol y pan francés sirvieron de cena. ¿Y a dónde se va a quedar?  Preguntó la señora que vendía el atol, no sé, respondió Estephanía, casi llorando de desesperación y con los gritos incontrolables de su hijito que lloraba por su abuela y su hamaca.
La señora se compadeció de aquellos desventurados y les dio posada aquella noche, comenzaron a caminar después que el atol se había terminado. Caminaron por unos atajos entre casas y solares baldíos sólo iluminados por el alumbrado público las primeras cuadras y después por las estrellas. Nunca antes había estado en una comunidad marginal, pero descubrió que los ranchos se parecían a los de su cantón, con la diferencias que no habían muchos árboles y todos estaban demasiados juntos para su gusto. Sólo respondía con “si” o “no”  a aquella anciana que le había mostrado misericordia, por lo menos por aquella noche.  








Sobrevivieron el primer día en la ciudad, aquella anciana de nombre Eulogia había parecido un ángel para aquella desdichada mujer y su pequeño hijo. El  bullicio de los pájaros y el ruido de un cántaro con agua cayendo en una pila improvisada despertaron a Estephanía, mientras Andrés continuaba durmiendo en una hamaca entre muchas cosas extrañas. Al abrir sus ojos, le siguió un llanto sonoro que rompió el silencio en la choza. Lloraba por la sorpresa de hallarse en lugar completamente extraño y ajeno a su cotidianidad.
Estephanía trataba de regresar el favor recibido de ser alojada en aquella choza, lo hizo poniéndose a barrer el piso de suelo, lavando cuanto traste hallara, muy pronto la frenética actividad dentro de aquel rancho se terminaba alrededor de la hornilla artesanal que también estaba adentro de la casa, sentada en taburete cargando a su pequeño, miraba como aquella anciana con dos jovenzuelas que  eran sus hijas hacían un revoltijo con huevos, manteca, tomates y otros ingredientes. Y los infaltables frijoles, completaban aquel desayuno las tortillas de maíz y el famoso café “de palo”  endulzado con dulce de panela. Aquel  respiro le pareció un oasis en su desierto particular que este día arrancaría otra fibra de su vida.
Eulogia le  invitó a pasar con ella mientras encontraba a Marcelo, u otro lugar para vivir. Asegurándose una noche más en aquel lugar salió en su búsqueda,  se dio cuenta      que la vida parecía ir más rápida en la ciudad y a pesar de sus esfuerzos no había ni el menor indicio de su amado; al mediodía desapareció otro peso de sus ahorros para poder comer y coger fuerzas para continuar con la misión que se había propuesto.
Después de tres días de seguir en su proyecto, se dio cuenta que la hospitalidad mostrada días atrás ya no era la misma, por más que ella se afanaba para ayudar en los quehaceres de aquel rancho y de ayudar a Eulogia en la preparación del atol para las tardes, parecían ser insuficientes para ganar el beneplácito de aquella familia, al cuarto día apenas había despuntado la aurora cuando salió cargando a su pequeño y aquella caja ya destartalada, en su ímpetu por dejar aquel lugar no le dejó medir las posibles consecuencias de su decisión. Muy pronto tenía tanta hambre y otro peso desaparecía de aquel tan preciado tesoro que esperaba le alcanzara para poder dar con el paradero de su enamorado.
Oscurecía, sus pies le dolían de tanto deambular por aquella ciudad  pero le dolía más su corazón de no dar con aquel que le había encendido la ilusión de ser feliz a este lado de la eternidad. No se daba cuenta que con cada día su hijito se miraba más flaco y su llanto era cada  vez más intenso y prolongado.  Con cinco pesos se aseguró una pieza de un mesón, de esos que no hay suficientes palabras para describirle, solo parecía que los cuatros jinetes del apocalipsis habían vivido en aquel lugar.


Al hambre de ambos le acompañó el llanto, aquella inmunda pieza de mesón con un camastrón roído por el tiempo y el uso le parecía la antesala del infierno, otros inquilinos se liaban en disputas con toda clase de insultos, gritos, amenazas y llantos con risas diabólicas de gente poseídas por la desesperación y la pérdida de toda humanidad.
La noche le pareció media eternidad, las peleas y los gritos habían cesado junto con las fuerzas de quienes buscaban hallarse vivos a través de los altercados.  La mañana trajo otros inconvenientes cómo bañarse, comer y donde dejar segura su valiosa posesión, sí, aquella caja que le acompañaba desde su cantón. “Yo se la cuido” Dijo una mujer que no tenía más cuerpo que sus vestidos por lo flaca. Estephanía no lo pensó bien y dejó su valioso tesoro con aquella desconocida, casi le deja a su hijo, pero aquello de no separarse nunca le evitó esa decisión. Juntos salieron nuevamente en su búsqueda del paraíso ofrecido por el “universitario”
Ese día el viento trajo un murmullo de una concentración de “compañeros proletarios”  que se reunían fuera de la fábrica para su  “mitin reivindicativo”  Estephanía  pudo observar entre los obreros el pelo largo del “revolucionario” y su perfil que mantenía grabado en su mente desde que le conoció en el río. Un mar de alegría le llenó su corazón y pensó que su búsqueda había terminado y por fin disfrutaría del mundo ofrecido debajo del amate.
Al acercarse, pensó que le iba a decir, sin darse cuenta de la proximidad, estaba frente a frente con su amado, “este es tu hijo” le dijo sin saludar, pensando que aquella declaración le abriría las puertas a su amor, Marcelo le miro fríamente y no la reconoció. “Soy yo” le repetía insistentemente, pero las palabras de la boca de Marcelo la dejaron sin vida “estás loca mujer” “no te conozco” dijo, riéndose se alejó y entre la multitud pudo observar como abrazaba a otra “compañera” de la milicia urbana y se retiraban. Un nudo en su garganta le impidió gritar  y la impresión de aquellas declaraciones la dejaron sin reacción. Sus fuerzas desaparecieron de súbito y cayó junto  a su pequeño y sólo los sollozos  daban indicios de que aún vivía.
Deseando morir se retiró con la fuerza que una vez le había transferido el ver a su hijito sin ninguna esperanza, le costó mucho llegar a aquel mesón, al entrar y buscar a la mujer que se había ofrecido  a cuidar sus pertenencias, se dio cuenta, que ésta no estaba y la pieza que ocupara estaba deshabitada, nuevamente el llanto, la desesperación y la rabia llenaron su corazón y le acompañaron aquella noche.

    






Poco a poco Estephanía abría sus inflamados ojos de tanto llorar, aquel nuevo día le traía más terror que el día anterior. No dejaba de pensar en aquellas palabras que parecieron golpes mortales, no podía sacar de su mente la imagen de Marcelo yéndose con otra mujer y las lágrimas volvían a brotar. Sólo el llanto de Andrés le hizo darse cuenta que tenía la sagrada misión de conservar con vida a su hijito. La noche anterior había deseado morir y lo consideró varias veces tomar la decisión de atentar contra su vida y la de su muchachito.
Como pudo salió de su estupor y se preparó para iniciar la búsqueda de un trabajo, no podía esperar nada de nadie y era demasiado orgullosa para mendigar, así elevó una plegaria al Creador y pidió Su ayuda.  A su oración le acompañó el llanto de Andrés que pedía comida. Se dirigió al mercado para ofrecer sus servicios en los puestos de verdura y en los de comida. Pero nadie le prestaba siquiera atención, ya desesperada por su situación y no pudiendo regresar a su cantón, decidió probar una vez más y le ofreció su ayuda a una señora que vendía comida y pan; sorpresivamente obtuvo un si por respuesta. Ese primer día al estar tan atareada no pensó en “él”  y solo de reojo miraba a su pequeño deambular por todo aquel puesto,  pero notó que aquello le desagradaba a su nueva patrona. Con mucho dolor metió a su niño dentro de una caja que había servido para guardar el pan, allí Andrés pasó el resto del día. Dos pesos y la comida era el salario acordado, regresó cansada pero feliz al mesón. Lavó el único vestido y se preparó a dormir ya que el siguiente día tenía que llegar más temprano.
Hacía mandados, iba al molino y preparaba ensaladas y cortaba las carnes que preparaba aquella señora, por la tarde recibía el pan francés y el pan dulce, le correspondía contar todo lo que aquellas cajas llevaban y venderlo. Luego entregaba cuenta a su empleadora.  Después de una semana había comprado unos vestidos usados para ella y para su Andrés que parecía disfrutar  sus andanzas por los puestos vecinos, donde ya lo conocían.  En esa semana al recibir el pan, advirtió que aquel hombre la miraba y eso le molestó, sin ningún preámbulo le asestó la pregunta “que me ve” cargada   con una alta dosis de furia; no se dejaría de ningún otro hombre, era su promesa. “Nada” respondió aquel hombre.  Al siguiente día sucedió casi lo mismo “ya le dije que no me mire así”  le amenazó; a lo que el hombre solo encogió sus hombros y bajó su carga y la dejó para que lo contara.
El tiempo transcurría y aunque trabaja duro el dinero no le alcanzaba para pagar el mesón y la comida de  Andrés, se dio cuenta que en la ciudad todo tenía un precio y nada era gratis. Pensando en lo que haría para solventar su situación, fue sorprendida por la pregunta de aquel hombre a quien había asesinado con su mirada y sus airadas respuestas y comentarios ¿cómo te llamas? Preguntó aquel hombre, a lo que respondió con el mismo desprecio de siempre “eso a usted no le importa” pero esta vez se dio cuenta de que era grosera con alguien que no le había hecho daño, y ella trataba como si fuera aquel que la engañó.
Casi había pasado un mes desde que vio a Marcelo y aunque durante el día poco pensaba en él, por las noches lloraba pensando en él y sus promesas rotas.  Al llegar al mercado notó que el “panadero” dejaba otros pedido en otros puestos y por primera vez lo vio sin odio.  Al llegar la tarde, cuando le tocaba recibir el pan, se dio cuenta que aquel hombre apenas saludó y no preguntó nada. Después de dejar el pan le dejó sin esperar las cajas como siempre hacía y se fue sin verle. Al fondo de la caja en una bolsa aparte había más pan, ya había contado todo el pan que pedían todos los días, así que le pareció extraño que hubiese una cantidad mayor y más extraño todavía que fuera aparte. Al final del día llegó el panadero por el dinero y las cajas, y en una de ellas iba la bolsa con pan, antes de que ella dijera algo, él le dijo “no es para usted sino para Andrés” sacándolo y dejándolo aparte se fue. Estephanía se sorprendió y no dijo nada y se llevó aquel regalo, pero ere más pan del que ella y su niño podían comer.
Después de tres días de estar pasando lo mismo, decidió preguntarle porque iba tanto pan, si ella no podía comerlo todo. Pero antes de preguntar el panadero le dijo “lo que no pueda comer véndalo y así gana unos pesos más”  y antes de responder le escuchó decir “no lo hago por usted, lo hago por Andrés” y no pudo decir más. Aquella idea comenzó a tener resultado esa misma noche, puso una caja a la entrada del mesón y vendía el pan, se alegró cuando vio que ganaba unos pesos más.  Al siguiente día supo que aquel hombre se llamaba Carlos y ese mismo día ella le dijo su nombre…





Continuará…



Autor: Luis Carlos Coreas Mata


1 comentario:

  1. Que bonito profe espero la.continuación Dios le bendiga y le de mucha más sabiduría de la que tiene que sus manos puedan seguir tomando ese lapicero con el cual escribe cada palabra que Dios le.de fuerzas y lo guíe siempre. Bendiciones profe. Gracias

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